jueves, 31 de marzo de 2016

Otros mundos





Hubo un tiempo en el que las hadas habitaban los bosques y en el que las sirenas, que devoraban a los marinos, compartían con las nereidas las aguas de los océanos. Entonces, el mundo, recién inventado, era pura magia y todo en él era ensoñación.

Hoy, todo eso se ha perdido y dicen algunos incluso que las sirenas, ahora, en los atardeceres de los puertos, lo que realmente ansían es comerse un helado de turrón.





miércoles, 23 de marzo de 2016

De los silencios





Ha amanecido en las calles y la vida está despertando. Lejos, la ciudad ha quedado sola y el mundo, estando tú ausente, me parece deshabitado. Arrastro conmigo un equipaje de silencio, es de día y te amo.





jueves, 10 de marzo de 2016

Tiempo de carnaval





La noche en que soñó que se iba a morir, el hombre que escribía cuentos se despertó animado. Tras varias horas de confusión, se sentía vivo y pensó que era un buen momento para enfrentarse a un cuento. “No puedo desaprovechar -se dijo-, esta ocasión de escribirlo.” Se sentía con fuerzas.

En el cuento que acudió a su mente se veía rodeado de amigos. Estaban celebrando una fiesta de carnaval y todos parecían divertirse. Fue al poco cuando se dio cuenta de que algunos de ellos habían muerto hacía tiempo. Para su sorpresa, en aquella fiesta los vivos y los muertos convivían de un modo natural. Le costaba reconocer a algunos de ellos, disfrazados como estaban, pero todos, en sus trajes, se veían contentos. Reparó además en que allí estaban algunos que ni siquiera habían vivido. Eran gentes a las que él solo había soñado. Entre otros muchos, transformada en zíngara, podía ver a la monja Polonia, y a su lado, como en el cuento, al diablo. También estaba allí, impartiendo guiños, Sophie, la escapista de Nueva York. Se había disfrazado de bailarina de cabaret.

Aquella mezcla de gentes lo tenía confuso pero todos estaban muy animados y la parranda se fue prolongando. Hubo de pasar mucho tiempo antes de que en algún momento, poco a poco, sus amigos comenzaran a irse. Muchos de los vivos se fueron andando, ya que habían bebido demasiado y no eran capaces de conducir sus autos. Los muertos y los irreales, los de los puros cuentos, simplemente se esfumaban, pero todos, antes de irse, le daban un abrazo de despedida, que él sentía muy cálido.

Al fin, él, que también había bebido demasiado, decidió que había llegado el momento de irse, pero uno de sus amigos le dijo que eso ya no era posible. No iba a poder regresar a su casa. Ahora, su destino era otro. No le hizo caso y fue a despedirse de la Señorita C., que vestía un raído uniforme de soldado napoleónico y también le dijo que tampoco podía irse con él. El tiempo de las ensoñaciones había pasado. Ella tenía que regresar a su cuento y él no podía acompañarlo.

Fue así, dejado a un lado por todos, como el hombre que escribía cuentos se dio cuenta de que la noche en que había soñado que se iba a morir, ciertamente se había muerto y reparó entonces en su madre, a la que hasta ahora no había visto, tan bella, tan joven, transformada en Cenicienta, y cuando ella le tendió su mano, se la cogió al instante y se confió. Sabía que ella le guiaría. “Vamos, hijo -le dijo-, ya no tienes tiempo”.

Cuando caminaba otra vez, como de niño, de la mano de su madre, fue cuando recordó que hacía muchos años, en uno de sus cuentos, ya había predicho que morir no era sino darse cuenta de que a partir de ahora ya no iba a poder estar uno nunca más con sus amigos.