viernes, 27 de noviembre de 2015

El regreso de Concha





Al abrir la puerta no pude evitar dar un respingo. Concha estaba allí, bien plantada, tan guapa como siempre. Hacía siete meses que se había largado: “Adiós –me había dicho-, solo te pido que me ayudes a abandonarte. Déjame salir de ti”. Yo, incapaz de hablar, me dejé caer de rodillas. No sirvió para nada. Y ahora, como un infierno al amanecer, la tenía otra vez delante de mí susurrando algo mientras sonreía. Durante unos instantes la miré, luego suspiré y con un golpe de mi rodilla cerré la puerta y me volví a la cocina.


Cuando me dejó, viví cinco meses de abandono en los que ni un solo día dejé de soñar con ella. “¿No te duele tanta soledad?” –me dijo un día Elsa, una compañera de trabajo, mientras tomábamos un café en el tiempo de descanso. “Me duele más cuando hay gente”, fue lo único que acerté a decir. Fue esa mañana cuando tomé conciencia de que si ella me seguía hablando con su mirada, mi vida entera iba a ser suya.

Cuando llegué a la cocina, mientras cortaba el fuego pude escuchar el traqueteo que producían los tacones de Concha, que nuevamente se alejaban de mí golpeando los peldaños de la escalera. Recuperado el aliento, fue cuando reparé en que la tortilla de la cena había estado a punto de quemarse. Elsa, a quién le gustan las cosas en su punto, no me lo hubiera perdonado.